Privilegio de la suicida
El que se mata mata al que lo amaba.
Detiene el tiempo —el tiempo que es de todos
y no era sólo suyo—
en un instante: aquel en que alzó el vaso
colmado de veneno;
en que segó la yugular; en que
hendió con largos gritos el vacío.
Ah, la memoria atónita, sin nada más que un
huésped;
la atención que regresa como un tábano
siempre hasta el mismo punto intraspasable
y la esperanza que amputó sus pies
para ya no tener que ir más allá.
Ay, el sobreviviente,
el que se pudre a plena luz, sepulcro
de par en par abierto,
paseante de hediondeces y gusanos,
presencia inerme ante los ojos fijos
del juez ¿y quién entonces
no osa empuñar la vara del castigo?
¡Condenación a vida!
(Mientras el otro, sin amarraduras,
alcanza la inocencia del agua, las esencias
simplísimas del aire
y, materia fundida en la materia
como el amante en brazos del amor,
se reconcilia con el universo.)
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